REFORMA
Alejandro Poiré
Cd. de México (19 junio 2022).- Mi abuelo -un viejo increíble a quien le dediqué mi tesis de licenciatura- decía que a los homosexuales había que ponerlos a picar piedra en las Islas Marías. Lo expresaba en tono de broma, pero entre broma y broma, el mensaje estaba claro: castigo y ostracismo a personas por ser diferentes, por ser quienes eran. Nada fuera de lo común para esa época, aún siendo él y mi abuela adorables profesionistas titulados -él ingeniero civil, ella maestra normalista-. Representan bien a un pedazo del mundo en que a las personas de mi generación nos tocó ser educadas.
Muchos años después, en una charla con la terapeuta de mi hijo Emilio, por primera vez hablé sobre lo que significaba para mí que quizá mi hijo -quien entonces tendría 12 años- fuera gay. No recuerdo las palabras, pero sí una sensación: confianza y ansiedad. Confianza porque su madre y yo, aún a poco de habernos divorciado, compartíamos una idea sencilla pero poderosa: que nuestros hijos son quienes son, y que nuestra chamba no es hacerlos quienes nosotros queremos que sean, sino empoderarles y darles contención para su propio camino. Ansiedad por lo obvio: nuestro mundo no era -no es aún- uno en el que ser distinto a una mujer o un hombre heterosexual, tradicional, esté exento de riesgos; todo lo contrario. Salí de esa sesión con una tarea muy sencilla, que cumplí esa misma tarde: sacar de mi clóset -literalmente- y poner a la vista de mis hijos el libro Mamá, papá, soy gay que había comprado unos meses antes.
También por esas épocas, me encontré con Same Love, una canción hermosa de Macklemore & Ryan Lewis -que promovía la regularización del matrimonio para personas del mismo sexo en Estados Unidos- y cuyo video ponía yo a la menor provocación cada vez que los chavos estaban conmigo en casa; véanlo, a mí me sigue conmoviendo. Y me puse también a estudiar un poco del tema. Porque una cosa es tener la intuición correcta y otra distinta es tener los elementos para entender todas las formas en las que nuestra sociedad les hace la vida difícil -es decir, discrimina- a tantas personas simplemente por ser quienes son. Y también las formas en las cuales yo, como papá, seguramente contribuía o contribuyo a esa discriminación. Después de todo, nuestra educación -desde las bromas de los abuelos, a las clases de nuestros profes, a lo que vemos en la televisión, por no hablar de las religiones- suele generar sesgos que no siempre vemos y que tenemos que ir reconociendo para irlos superando.
Por lo pronto, hice el esfuerzo -seguramente torpe e insuficiente, pero consciente- de transmitirles a mis hijos que su casa era un lugar seguro para ser quienes eran. Y creo que ese esfuerzo rindió frutos. A la vuelta de unos años, con Emilio de 15 y Nicole, su hermana, de 17, pasó lo que tenía que pasar. Como nos ocurre a todos en algún momento en la adolescencia, Emilio se encontró un amigo con quien empezaba una relación que a todas luces se veía distinta. Y aunque hasta entonces no se había hablado en casa de su orientación, quizá había llegado el momento. Desde luego que antes habían pasado otras cosas que mostraban a Emilio encontrando y afirmando su camino: cambió de grupo de amigos, de planes y regalos de cumpleaños, etc. No fue una sorpresa completa, pero sí fue un momento especial.
En un desayuno de sábado al que solo fuimos él y yo, después de una semana de poco sueño, le pregunté si le gustaba su amigo. Me dijo que no, que solo se la pasaban muy bien juntos, que veían juntos la tele y se reían mucho, y que se entendían muy bien. “Ah, pues es algo muy parecido a como empiezan las relaciones con alguien que te gusta” le dije. “Sí, pero con él no es así, solo nos llevamos muy bien”. “Oye, pero te gustan los niños, ¿verdad?”… Su gesto me hizo pensar que había cometido un error: “Bueno, yo les quería decir en una cena con los cuatro juntos” (su hermana y su mamá). Me expliqué -creo que a la fecha le debo la disculpa por precipitar el momento- así: “Pues es que vi cómo se está desarrollando tu relación con él y solo quería decirte que en esta etapa que estás empezando a vivir quiero que sepas que en casa tienes todo el respaldo, todo el amor, todo el refugio para cuidarte tú independientemente de si tu relación es con un hombre, o mujer o con quien sea, ¿sí lo sabes?”. Para no hacer el cuento largo, ese amigo acabó por ser el primer noviazgo de Emilio, y aunque fue recibido con mucho amor en casa, también hubo episodios de discriminación que venían de muy cerca y que ha habido que sortear, no siempre con éxito, a veces dolorosos.
Nicole también tenía para mí un regalo de aprendizaje. Platicando de su vida, de su noviazgo, de cómo ha experimentado sus años universitarios, un día me compartió que ella es pansexual, es decir que en la atracción sexual y romántica que ella siente no importa el género de las personas. Como a todo mundo, unas personas nos gustan y otras no, pero para ella, no hace diferencia si es un hombre, mujer, o una persona no binaria, etc. Y que incluso entre la comunidad LGBTQ+ a veces su propia divergencia no es tomada como “válida” o “legítima” porque la discusión acaba siendo dominada por otros modelos de ser diferente -pensemos por un segundo lo que eso significa-. Es decir, que también ahí tengo mucho que aprender, con ellos y para ellos.
En este día del padre, pues, mi regalo es ser el orgulloso padre de dos personas queer, pero esto que les cuento no es excepcional. Sin duda, a mí este regalo me ha puesto en una ruta de crecimiento, de cercanía con mis hijos, que siempre me cuestiono y siempre intento mejorar. Pero no es algo marginal o limitado, como muchas veces queremos pensar desde la comodidad de lo “normal”: entre adultos de los Estados Unidos de acuerdo a Gallup, la población total LGBTQ+ (lesbianas, gays, bisexuales, trans, queer y otras identidades distintas a heterosexual) es de 7.1%, el doble que en 2012. ¿Entre latinos? 11% -porque son una población relativamente más joven en Estados Unidos-.
Para el total de los adultos de mi generación (entre 42 y 65 años) la población LGBTQ+ es de 4.2%, pero para los adultos más jóvenes, nacidos entre 1997 y 2003, es una de cada cinco personas: 20.8%. Leyó usted bien. Uno en cada cinco adultos en edad universitaria en Estados Unidos se identifica como LGBTQ+.
Así que más nos vale prepararnos, porque aunque las diferencias con Estados Unidos son enormes, dudo mucho que esto sea un proceso exclusivo de nuestros vecinos del norte (el dato para Europa es menos reciente, pero similar). La diferencia de porcentaje por edad sugiere, de hecho, que a pesar de todo -porque también la discriminación se ha agudizado- se está avanzando allá en la aceptación personal y social de un mundo genuinamente más amoroso, compasivo, libre y auténtico, y que son personas adultas jóvenes quienes encabezan este cambio.
Soy todo menos experto en el tema. Soy padre de dos jóvenes universitarios, y esa responsabilidad y oportunidad no la puedo eludir. Y es desde ahí que comparto esta historia, a título personal y con permiso de mis hijos. Y es desde ahí que sigo tratando de acercarme a su vida, a lo que representa vivir un mundo muchas veces agresivo contra las divergencias, normado aún por reglas que dictan que la vida que podemos tener depende directamente de los órganos sexuales con que nacimos. Y lo hago buscando un mundo mejor, donde todas las personas vivamos un entorno seguro para ejercer nuestra libertad, y desde ahí contribuir.
Más de ocho años después de haber sacado ese libro del clóset, y de luego haber sacado a mi hijo del closet, mi sensación no es muy distinta. Sigo teniendo ansiedad. Nos falta mucho, muchísimo por cambiar en nuestras actitudes y prejuicios, y sobre todo en comprometernos, desde los liderazgos de empresas, organizaciones y gobiernos, con la compasión elemental que se requiere para tener una sociedad menos violenta y agresiva con las divergencias en general. Y un vistazo a los crímenes de odio que pueblan la realidad de las personas queer en todo el mundo solo me recuerda que, en efecto, ellos viven una realidad más peligrosa, solo por ser quienes son.
Pero también tengo confianza. En que si puedo seguirles dando a mis hijos respeto, respaldo y contención, sabrán sortear este y todos los retos que la vida les estará trayendo. Saben que tienen y tendrán siempre un hogar desde donde dar su batalla, sea cual sea. Y tengo esperanza también que en su generación -y quizá también en la mía y la intermedia- está la capacidad para hacer realidad el cambio.